lunes, 23 de abril de 2018

Sobre el trágico romance que fue narrado por un monje que violó sus votos, y otras historias: una reseña de "Melmoth el Errabundo" de Charles Robert Maturin

Frank C. Papé

De acuerdo a diversos resúmenes, Melmoth el Errabundo es el fin de la época gótica, -en la literatura aglosajona, para aclarar-; esta obra fue escrita hace 198 años. Como cabe de esperar, esta novela fue terriblemente satanizada cuando fue publicada; Maturin padeció la molestia de enfrentarse a la iglesia, a diversas mentes obtusas, y a un excesivo puritanismo, tedioso. Si os compráis la edición publicada por Valdemar, de su colección "El club Diógenes", veréis que Melmoth está prologado por el genio de Francisco Torres Oliver. Torres Oliver se encarga de hacer una introducción biográfica del autor; nos narra la vida antes y después de la publicación de Melmoth el errabundo, así como las peripecias de Maturin relacionadas a sus dramas y el llevarlos a escena. Vamos, que está muy completo el prólogo (pero qué comentario más gregario). Una obra que cuenta con una estructura muy peculiar, tipo cajas chinas, además de un personaje omnipresente, espeluznante e inolvidable, fue lo que nos brindó el predicador Charles Maturin.

"Leed Melmoth. El autor evidentemente está loco.
Pero es la locura del genio."
(The Gentleman's Magazine, 1846)

El reverendo Charles Robert Maturin.
Nacido el 25 de septiembre del año 1782 en Dublín, Irlanda, Maturin fue un predicador prostetante anglo-irlandés, escritor de novela gótica y dramaturgo. Sus primeras tres obras, las cuales sufrieron de un fracaso absoluto, fueron publicadas bajo el seudónimo de Dennis Jasper Murphy. Sin embargo, estas tres obras captaron la atención de sir Walter Scott, quien luego recomendaría el trabajo de Maturin a Lord Byron, para después juntos lograr que Maturin presenciase algunos de sus dramas representados. En 1820 fue cuando Maturin obtuvo mayor reconocimiento, gracias a la publicación de Melmoth el Errabundo, a pesar de ya ser un poco aclamado por su drama Bertram; inclusive, en la primera edición de Melmoth, no figuraba su nombre en la portada, sólo estaba escrito: "By the author of «Bertram», &c." De los cinco relatos que componen Melmoth el errabundo, es el de "La familia de Guzmán" el más autobiográfico,donde se adivina un estrecho vínculo entre los personajes ficticios y la realidad de Maturin y su familia. Después de que se publicase Melmoth, el pobre Maturin se vio acarreado por múltiples problemas gracias a lo polémico de su obra; se fue recluyendo cada vez más en sí mismo, por lo cual se desconoce qué fue de él, hasta que murió en 1824, en Dublín.  He aquí un dato curioso, el cual es ya muy conocido, pero vale la pena mencionar: se da la extraña casualidad de que Maturin contrajo matrimonio con Henrietta Kingsbury, hija de Sarah Kingsbury, que fue madre de Jane Wilde, quien fue madre a su vez de Oscar Wilde. Inclusive, Oscar Wilde, en un proceso judicial al que fue sometido a finales del siglo XIX, fue "Sebastián Melmoth".

"¡Cómo nos gusta castigar a los que la Iglesia denomina enemigos de Dios, conscientes de que, aunque nuestra animosidad contra Él es infinitamente mayor, nos volveremos aceptables a sus ojos atormentando a quienes quizá sean menos culpables, pero están en nuestro poder! Te odio, no porque tenga un motivo natural o social para odiarte, sino porque el agotar mi resentimiento en ti puede hacer que disminuya el de la deidad hacia mí. Si yo persigo y atormento a los enemigos de Dios, ¿no puedo llegar a ser amigo de Dios?"

Melmoth el Errabundo: sobre Alonso de Moncada, Immalee, y otros diversos personajes.
Aviso a quien sea que esté leyendo este post: contendrá un poquitín de spoilers, ya que platicaré sobre las diferentes historias que componen este libro; a pesar de no dar muchos detalles, arruinaría la trama, tal vez, a personas que quieren ir a ciegas con este libro, -cosa que a mí me encanta hacer-.
La historia inicia con el jovensísimo John Melmoth, familiar del errabundo, quien, tras el fallecimiento de su tío, se vuelve poseedor de sus bienes. John Melmoth, tras un par de extraños eventos de apariencia sobrenatural, termina conociendo a Alonso de Moncada, mi personaje preferido de la obra, un excéntrico español, quien, al escuchar el nombre de Melmoth, decide contarle al joven Melmoth las crónicas que sufrió en su vida, crónicas donde estuvo envuelto el Errabundo: La historia de Alonso de Moncada se desenvuelve desde que éste era pequeño; proveniente de una familia reconocida e influyente, Alonso es forzado a ejercer la "profesión" de monje. Éste, hace todo lo que está en sus manos para zafarse de tal decisión, impartida por sus padres, y solapada por el abad del monasterio donde comienza a vivir la vida monástica. En lo personal, la visión que Moncada tiene del catolicismo, la hipocresía demostrada entre quienes trabajan como clérigos, y en sí, la religión en su conjunto, me pareció interesantísima; demuestra una pasión intrépida en sus resoluciones, mantiene su posición y perspectiva, ante toda eventualidad, intacta. Después de las mil peripecias que sufre, termina en manos del judío Adojinah, quien le tiende un manuscrito donde, según, conocerá un episodio de la vida de Melmoth el Errabundo, con quien Moncada tuvo un terrible encuentro anterior a su confinamiento con Adojinah. Y de ahí parte la historia de la joven Immalee. Abandonada en las garras de la naturaleza, en la India, Immalee es una joven que desconoce la civilización, desconoce la religión, el mal y el pecado. De súbdito, un desconocido comienza a recurrir la isla, dándole conocimientos atroces a Immalee. Le habla de religión, de conflictos clasistas, de odio, de violencia, de actos machistas, entre otras diversas cosas que, a los ojos de Immalee, se les denominaría de atroces. Después de extrañas eventualidades, Immalee termina viviendo en la civilización, con su familia que le había extraviado de pequeña. Se desarrollan otras dos historias, la historia de la familia Guzmán y el relato de los enamorados. Como es de esperar, Melmoth hace una sutil aparición en ambas historias. Y finalmente, cuando se concluye la historia de Immalee, regresamos a la historia del joven Melmoth, receptor del monje que violó sus votos, Moncada.

"La habitación estaba ahora vacía. E instó el monje al moribundo a que revelara los secretos de su conciencia. La respuesta fue la misma:
Lo haré cuando se marchen ésos.
¡Ésos!
Sí, ésos a quienes no podéis ver, ni conjurar... haced que se vayan y os revelaré la verdad.
Dímela ahora; aquí no hay nadie más que tú y yo.
Sí hay -contestó el moribundo.
No hay nadie a quien yo pueda ver dijo el monje mirando en torno suyo.
Pero en cambio, sí están los que yo veo replicó el desdichado moribundo-; y los que me ven a mí; porque me vigilan, esperando a que el último aliento salga de mi cuerpo. Los veo, los siento... están ahí, a mi derecha.
El monje se cambió de sitio.
Ahora están a la izquierda.
El monje se corrió otra vez.
Ahora están a la derecha.
El monje ordenó a los hijos y parientes del moribundo que entraran a la habitación y rodearan la cama. Obedecieron.
Ahora están por todas partes exclamó el hombre, y expiró."

Una historia estructurada de una manera maravillosa.
Supongo inspirada por "El judío errante" de Eugène Sue, así como por la famosa leyenda del mismo nombre (que, por mi fanatismo, tal vez haré una pequeña entrada sobre dicho personaje), el reverendo Maturin nos brindó un libro extranísimo, con una estructura al estilo de matryoshka: historia dentro de historia, dentro de historia, dentro de historia, lo cual, para un lector acostumbrado a una trama más lineal, puede parecer agobiante y confuso. Agobiante, no es; se lee de una manera ágil y rápida. Confuso, sí, a veces llega a serlo, ya que se olvida quién es el que está narrando el relato dentro de otros múltiples relatos. Como ya os he dicho, el personaje de Alonso de Moncada, y con él, su historia (que consta de casi las primeras 500 páginas), me pareció fascinante. En momentos cae en la redundancia, pero aún así me mantuve en vilo, queriendo leer más y más. Maturin crea un ambiente terrible, sofocante e inquietante. Se siente la presencia de Melmoth en cada una de las páginas, a pesar de que no se le haga mención o no esté presente en las diversas escenas. El problema, para mí, comenzó cuando apareció la insoportable de Immalee. El cursi cuentito de la India rompe totalmente la sensación de la omnipresencia de Melmoth. Maturin se encargó de crear a un personaje pesado, caprichoso y soporífero. Se esmeró demasiado en tratar de hacer a Immalee una niñata inocente y heroica: en cada página nos menciona cuan inocente es, nacida entre arbolitos y pajaritos; cuan inocente que es, cuan delicada; cuan amante es de la naturaleza; cuan pura es, como una niña pequeña... ¿ya dije que era inocente y pura? Bueno, pues os lo repito: Immalee era una niñita berrinchuda de la naturaleza, inocente y pura. Así como se nos repite una y otra vez que era una heroína, eh. Hasta el narrador nos la anuncia como "nuestra heroína", múltiples veces. Pero bueno, dejando a un lado dicha historia tediosa (que tiene sus momentillos interesantes, por supuesto), cuando Immalee se vuelve una civil nuevamente, la novela se torna interesantísima, otra vez. Los otros dos meta-relatos que se nos presentan posteriormente, a pesar de ser contados muy sin-tón-ni-són, fueron una aportación entretenida para el libro. El final, aunque no brindó respuesta a las mil preguntas que me hacía de este judío errante satánico, me dejó más que satisfecha. Vaya escalofrío que me dio. En conclusión: a pesar de haber tenido momentos que me parecieron vagos, innecesarios y un poco sosos, fue una gran novela. Además, le tengo especial cariño a mi libro, ya que fue el regalo de cumpleaños que me compró mi querido.
Ahora, sobre la edición publicada por Valdemar, tengo que mencionar algunas cosas. La traducción, el prólogo, e incluso la portada estuvieron a cargo de Francisco Torres Oliver, a quien considero un maestrazo. Pero me gustaría quejarme un poco de algunas cosillas. Primero, y algo que me pareció cómico para mí misma, la conjugación "haber habido", la cual se repite un par de veces a lo largo del libro, me causaba una sensación incómoda. Sé que sí se puede conjugar así, que es correcto, pero me parece algo extraño y curioso. Segundo: hay múltiples de citas grecolatinas, y ninguna contiene traducción. Cada capítulo contiene una cita a su inicio, y muchas de éstas en inglés antiguo y latín; bueno, ninguna de éstas contiene su traducción correspondiente. Ni se diga con las citas griegas, ya que éstas están escritas en alfabeto griego. Una lástima que no se hayan esmerado más en esta edición, podrían haber entregado un libro mucho más completo.

Melmoth, oh, Melmoth. ¡Vaya personaje que creó Maturin!

Fuentes:
Ambas citas sacadas de "Melmoth el errabundo" de Charles Robert Maturin, traducción de Francisco Torres Oliver, Editorial Valdemar, 2016.

domingo, 22 de abril de 2018

Con pretexto de "divulgación literaria" para cubrir mi holgazanería, os comparto este cuentito inquietante: "Conejos blancos" de Leonora Carrington.

Virginie Demont-Breton

En todo este mes no he hecho realmente nada para el blog, lo que considero bastante frustrante. Así que hoy, para compartir algo en este sitio y además, con pretexto de cubrir mi holgazanería (título, título, ¿porqué me repito?), divulgar un cuentito del que recién tuve conocimiento: Conejos Blancos, publicado en 1941 por la increíble pintora surrealista, y escritora mexicana de origen inglés, Leonora Carrington. Desde que era pequeña he sido una fanática a muerte de Carrington, ésta siendo una de mis mayores inspiraciones en el campo artístico. Hace tiempo conocía el hecho de que era escritora, más nunca me había tomado mi tiempo a leer una de sus obras. Simplemente conocía su arte visual. Pues, ya era tiempo de comenzar con su trabajo literario. Aquí tenéis el texto... el cual es un poquito desconcertante.

Conejos Blancos.

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.

La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una  moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

-¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó.

-¿Un poco de qué? -grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

-De carne en mal estado. Carne en descomposición.

-En este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

-¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

Mí curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

-¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.

-Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente-. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

-Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

-¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

-Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer-. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

-Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.

-Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

-¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil-. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

-Vamos, Laz; no empecemos -su voz era quejumbrosa-, no me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

-Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -de repente me entró miedo y sentí ganas de salir,  de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

-Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

-¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

FIN.