lunes, 25 de diciembre de 2017

Mis 10 lecturas preferidas de 2017 + proposiciones literarias y artísticas para el 2018.

J. J. Grandville

10. Crónicas Marcianas de Ray Bradbury (Editorial Booket)
9. Opus Nigrum de Marguerite Yourcenar (Alfaguara)
8. El Golem de Gustav Meyrink (Clásicos Universales Fontana)
7. Trainspotting de Irvine Welsh (Anagrama)
6. De noche, bajo el puente de piedra de Leo Perutz (Editorial Océano)
5. Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski (Editorial Porrúa)
4. El Doble de Fiódor Dostoievski (Alfaguara)
3. El Ojo de Vladimir Nabokov (Anagrama)
2. El Nombre de la Rosa de Umberto Eco (Lumen)
1. Baudolino de Umberto Eco (Lumen)



Estas lecturas, como es obvio, fueron leídas por mí en 2017, más no fueron publicadas este año. Ninguna de mis lecturas de 2017 fueron publicadas en este mismito año. Y como os has de dar cuenta, todas son ficción o novela. Como la lectura es un pasatiempo mío, con el propósito que se vuelva de pasatiempo a estudios y trabajo en un futuro, aprovecho mi juventud y libertad leyendo ficción, para que en un futuro me dedique gustosa a ensayos y no ficción.
Leí cuarenta libros este año, y vaya, éstos son los diez que más me gustaron. Por supuesto hubo otros libritos fascinantes, pero, cerrándome y forzándome a escoger sólo diez, éstos serían. Se podría considerar que están en orden de cuánto me gustaron, Baudolino siendo mi preferido y Crónicas Marcianas mi "menos favorito" entre mis preferidos. Pero varia dependiendo de mi humor. Creo serían los cuatro primeros los únicos situados en una posición inamovible.
Para este 2018 me he propuesto diversas cosillas, literarias, artísticas y de estudio. La mayoría son demasiado cutres y bobas, pero eh, que está divertido proponerse cosas para hacer en un año.
Vamos a ver, me he propuesto el leer uno o dos cuentitos de Nabokov al mes, como ya mencioné en el post de Se habla ruso. Me propuse leer más novelas gráficas, cómics y un poquillo de Mafalda a diario.  Me propuse leer más terror, y voy preparada para ello con novelas del gótico y demás (te amo editorial Valdemar, pero porqué tan costosa, porquéporqué).
Con respecto a la ilustración y demás, me he propuesto hacer ilustracioncillas basadas en libros aleatorios y ver cómo terminan. Veremos que hago, veremos que termino haciendo.
Gracias a todos los visualizadores de éste pequeño blog. Son pocos, pero muy queridos por mí.
2018 será un año bueno, lo veo venir. Qué ganas de comenzarlo.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Cuando Sonia Semiónovna ve que Rodión Romanovich es, tal vez, un gusano más de la población.

Jenő Gyárfás

«[...]Te dije hace poco que carecía de recursos para seguir en la Universidad, pero hubiera podido continuar mis estudios, Mi madre me habría enviado lo necesario para hacerlo, y yo hubiera podido ganar con mi trabajo lo suficiente para subvenir mis gastos: las lecciones dejan bastante. Razumikhin se gana la vida con ellas. Pero yo me ensoberbecí, ésta es la palabra: me encerré en mi cuarto como la araña en su tela... Tú viniste allí, conoces aquel cuchitril... ¿Sabes, Sonia, que los techos bajos y las paredes estrechas oprimen el espíritu y el corazón? ¡Oh, cómo he maldecido esa madriguera infame! ¡Y, sin embargo, no quería abandonarla! Permanecía en ella a propósito. Pasé días enteros sin trabajar, negándome hasta probar bocado, siempre tumbado en mi diván; cuando Anastasia me traía algo, comía; cuando no, me quedaba en ayunas. Tenía a orgullo no pedir nada. Por las noches, por carecer de luz, prefería estar en la oscuridad antes de trabajar para adquirir una vela. En vez de estudiar, vendí mis libros; dejé amontonar el polvo sobre mis cuadernos. No hacía más que soñar y cavilar... No creo necesario decirte cuáles eran mis pensamientos y mis divagaciones... Entonces fue cuando comencé a pensar... No, tampoco es así... No refiero las cosas con exactitud... Una idea fija ocupaba mi mente: "¿Porqué soy tan tonto que, sabiendo que los demás son unos imbéciles, no me esfuerzo en ser más inteligente que ellos?" Me dije que, si esperaba el momento en que todos fuesen inteligentes, corría el riesgo de esperar demasiado. Más tarde comprendí que eso no ocurrirá jamás, que los hombres no cambiarán, que nada ni nadie puede transformarlos, y que no vale la pena aguardar en vano. ¡Sí, es así! Es una ley ineludible... ¡una ley, Sonia! Ahora sé que el que es más fuerte por su inteligencia y por su alma es el amo de todos. Quien a todo se atreve tiene razón. El que todo lo desprecia se impone, y el más audaz y desvergonzado tiene siempre la última palabra. ¡Así ha sido y seguirá siendo siempre! ¡Únicamente los ciegos no lo ven!
Al hablar de este modo Raskolnikov miraba a Sonia, pero al parecer no le preocupaba ya que ella lo entendiera o no. Hallábase en un estado de sombría exaltación. En verdad hacía mucho que no hablaba tanto. La joven comprendió que aquella feroz doctrina era para él un artículo de fe.»
 Fédor Dostoievski, "Crimen y Castigo"

El libro con el cual estoy pasando y pasaré las festividades. ¡Feliz Navidat a todos! Aquí su estúpida redactora, sumida en la depresión, intenta distraerse con las hazañas de Rodia Raskolnikov y Dimitri Razumikhin. Felices fiestas, tal vez este será el último post del año (resultó no serlo, já).

domingo, 17 de diciembre de 2017

"Se habla ruso" o un cuento graciosillo y bonito de Nabokov.

Nikolaj Alexandrowitsch Jaroschenko 

Se acercan las navidades, estoy leyendo Crimen y Castigo y los rusos invaden mi cabeza. ¿Cómo va eso que me estoy aprendiendo sin esforzarme los nombres de cada personaje que rodea a Rodia? Será que me fascina la cultura rusa y la poca literatura que he leído. No lo sé. Pues, de pequeño regalo para estas navidades, os traigo un cuentito pequeño de Nabokov.
Me he prometido, como propósito de 2018, el leer cada mes, uno o dos cuentos de la colección de Cuentos Completos de Vladimir Nabokov. Pero vaya soy tramposa y me adelanté por dos cuentos éste año. No pude evitarlo. Rayaré el índice del libro con taches y corazoncitos para indicar los cuentos que más me hayan hecho ilusión y que así mi eme pueda encontrar fácilmente los cuentos que recomiendo (y bueno, que si quiere leerse las novecientas páginas enteras de letra minúscula, pues vale). Soné muy payasa, válgame.
El cuentito que vengo a plagiar aquí se titula "Se habla ruso". Fue escrito en 1923, y en él, Nabokov hace referencia al novelista Thomas Mayne Reid y a Vladimir Ylych Ulyanov o, como se le reconoce, V.I. Lenin.
Aquí está.
Se Habla Ruso.

El estanco de Martin Martinich está situado en un edificio que hace esquina. Es natural que los estancos tengan predilección por las esquinas a juzgar por el de Martin, porque su negocio va viento en popa. El escaparate es de modestas proporciones, pero está bien dispuesto. Unos pequeños espejos dan vida a la mercancía que allí se exhibe. En la zona más baja, en los valles que se abren entre las montañas de terciopelo azul, se acomoda una variedad de cajas de cigarrillos cuyos nombres vienen arropados por ese elegante dialecto internacional que también se utiliza para dar nombre a los hoteles; más arriba, los puros en hilera sonríen en sus cajas livianas.
En sus buenos tiempos, Martin era un rico terrateniente. En mis recuerdos de infancia aparece siempre rodeado del aura con que conducía su impresionante tractor; por el contrario, mi memoria me dice que su hijo Petya y yo, lejos de sus hazañas, sucumbíamos simultáneamente a Meyn Ried y a la escarlatina, por lo que tras quince años repletos de todo tipo de acontecimientos, me gustaba pasarme por el estanco en aquella esquina llena de vida donde Martin vendía su mercancía.
Desde el año pasado, sin embargo, compartimos algo más que recuerdos comunes. Martin tiene un secreto y a mí me ha hecho partícipe de su secreto.
—¿Todo va bien? —le pregunto en un susurro, y él, mirando por encima del hombro, me contesta con el mismo cuidado.
—Sí, gracias a Dios, todo está tranquilo.
Se trata de un secreto bastante excepcional. Recuerdo que me iba a París y que la víspera me había quedado en casa de Martin hasta tarde. El alma de un hombre puede compararse a unos grandes almacenes y sus ojos a dos escaparates gemelos. A juzgar por los ojos de Martin, estaban de moda los tonos pardos, cálidos. A juzgar por esos ojos, la mercancía que guardaba en su alma era de excelente calidad. Y qué barba tan tupida, con aquel destello blanco que hablaba de Rusia en el gris robusto de alguna cana. Y sus hombros, su estatura, su porte… En tiempos solían decir que podía rajar un pañuelo con su espada —una de las hazañas de Ricardo Corazón de León. Ahora, cualquiera de los que como él habían emigrado diría con un punto de envidia: «¡Ahí tienes a un hombre que no ha bajado la cabeza!».
Su esposa era una amable mujer ya entrada en años y un tanto hinchada, con un lunar junto a su fosa nasal izquierda. De sus sufrimientos en los tiempos revolucionarios había conservado un tic en el rostro: inopinada y furtivamente alzaba sus ojos al cielo en una ráfaga fugaz. Petya tenía el mismo físico imponente que su padre. A mí me gustaba su dulzura taciturna, así como su humor repentino. Tenía un rostro grande, fláccido (del que su padre solía decir: «Vaya jeta la tuya, harían falta tres días al menos para circunnavegar su perímetro») y el pelo rojizo, permanentemente despeinado. Petya era propietario de un cine minúsculo, en una zona de la ciudad poco poblada, que le proporcionaba unos modestos ingresos. Y con él se acababa la familia.
Yo pasé aquel día, víspera de mi viaje, sentado junto al mostrador observando a Martin y a sus clientes, primero se inclinaba ligeramente, apoyándose en dos dedos, sobre el mostrador, y luego iba hasta las estanterías con un gesto elegante, cogía una de las cajas y mientras la abría con un chasquido del pulgar, preguntaba: «Einen Rauchen?». Recuerdo aquel día por una razón especial: Petya llegó inopinadamente, desgreñado y lívido de rabia. La sobrina de Martin había decidido volver a Moscú con su madre y Petya venía de entrevistarse con los representantes diplomáticos. Mientras que un diplomático le estaba informando de los pormenores, otro, que evidentemente comulgaba con la política del gobierno, susurraba en palabras apenas perceptibles: «Mucho cuidado, esto está lleno de esa Basura del Ejército Blanco».
—Me hubiera gustado hacer picadillo a aquel tipo —dijo Petya, haciendo ademán de dar un puñetazo— pero, desgraciadamente, no puedo olvidarme de mi tía que está en Moscú.
—Ya tienes algún que otro pecado en tu conciencia -—dijo Martin con voz cavernosa no exenta de buen humor. Aludía a un incidente de lo más divertido. No hace mucho tiempo, en el día de su santo, Petya fue a la librería soviética, cuya presencia mancilla una de las calles más encantadoras de Berlín. En ese lugar no sólo venden libros sino también distintas baratijas y curiosidades manuales. Petya eligió un martillo adornado con amapolas y con el blasón de los martillos bolcheviques. El empleado le preguntó si quería algo más. Petya dijo: «Sí, ya lo creo», indicando con el gesto un pequeño busto de escayola del Señor Ulyanov. Pagó quince marcos por el busto y el martillo, para después sin mediar palabra, allí mismo junto al mostrador, hacer añicos el busto con el martillo, con una fuerza tal que el Señor Ulyanov se desintegró.
A mí me gustaba aquella historia, como me gustaban, por ejemplo, los dichos queridos, estúpidos e inolvidables de la infancia que calientan las entretelas del corazón. Las palabras de Martin me llevaron a mirar a Petya mientras dejaba escapar una carcajada. Pero Petya se encogió de hombros taciturno y frunció el ceño. Martin revolvió en el cajón y le ofreció el cigarrillo más caro de la tienda. Pero ni siquiera eso disipó la tristeza de Petya.
Volví a Berlín seis meses más tarde. Un domingo por la mañana sentí la necesidad de ver a Martin. Entre semana se podía entrar a su casa a través de la tienda, ya que su piso —tres habitaciones y una cocina— estaba justamente detrás. Pero, evidentemente, un domingo por la mañana, la tienda estaba cerrada, y el escaparate tenía echada la reja protectora. Contemplé fugazmente a través de la reja las cajas rojas y doradas, los puros morenos, la humilde inscripción que se leía en un rincón, «Aquí se habla ruso», observé que el escaparate presentaba, de alguna forma, un aspecto más alegre, y crucé a través del patio hasta la casa de Martin. Cosa extraña, el propio Martin me pareció más alegre, más desenvuelto, más radiante que antes. Y Petya estaba totalmente irreconocible: sus rizos grasientos y desgreñados estaban peinados hacia atrás, y una amplia sonrisa, un punto tímida, se demoraba insistente en sus labios; mantenía una especie de silencio satisfecho y un cierto aire de divertida preocupación, como si llevara consigo una carga preciosa, dulcificaba todos sus movimientos. Sólo la madre seguía tan pálida como siempre, y el mismo tic, tan conmovedor, encendía su rostro como un débil relámpago de verano. Nos sentamos en el salón donde todo estaba recogido y yo, al pensar en las otras dos habitaciones, la de Petya y la de sus padres, igualmente limpias y acogedoras, tuve una sensación de lo más reconfortante. Tomé un té con limón, atendí a la meliflua conversación de Martin sin lograr evitar la impresión de que algo nuevo había hecho irrupción en aquella casa, algún pálpito misterioso y alegre, como ocurre, por ejemplo, en un hogar donde hay una joven a punto de ser madre. En un par de ocasiones Martin le lanzó una mirada preocupada a su hijo y éste reaccionó levantándose al punto y abandonando la habitación; al volver, le hacía una seña discreta a su padre, como si quisiera decir que todo iba a las mil maravillas.
También había algo nuevo, y a mi juicio, enigmático, en la conversación del viejo. Hablábamos de París y de los franceses y, de repente, preguntó: «Dime, amigo, ¿cuál es la cárcel más grande de París?». Le contesté que no lo sabía y empecé a hablarle de una revista francesa que sacaba mujeres pintadas de azul.
—¡Y eso te asombra! —me interrumpió Martin—. Dicen, por ejemplo, que las mujeres rascan la pintura de las paredes de la cárcel y la utilizan para empolvarse la cara, el cuello o lo que sea —y para confirmar sus palabras, trajo de su dormitorio un grueso volumen escrito por un criminalista alemán y localizó un capítulo acerca de la rutina de la vida en la cárcel. Traté de cambiar de tema, pero, fuera el tema que fuese, Martin lo reconducía mediante extraños rodeos y artificiales circunloquios, de forma tal que, sin darnos cuenta, nos veíamos discutiendo de nuevo los méritos de la prisión perpetua frente a la pena capital, o los ingeniosos métodos que los criminales han inventado para lograr escaparse al mundo libre.
Yo estaba desconcertado. Petya, a quien le gustaban los artilugios mecánicos, se entretenía manipulando con un cortaplumas los muelles de su reloj sin parar de reírse entre dientes. Su madre cosía y de cuando en cuando me acercaba una tostada o la mermelada para que comiera. Martin, con los cinco dedos de la mano en su desaliñada barba, se me había quedado mirando pensativo y de repente cambió de expresión como si se hubiera liberado de una carga. Dio una palmada en la mesa y se volvió a su hijo. «Ya no aguanto más, Petya, le tengo que contar todo o reviento.» Petya asintió en silencio. La mujer de Martin se levantó para ir a la cocina. «Eres un chisgarabís, todo lo cuentas», dijo moviendo la cabeza indulgentemente. Martin me puso la mano en el hombro, y me dio tal sacudida que, si yo hubiera sido un manzano en un jardín, las manzanas habrían empezado a caer literalmente por mi cuerpo, y luego se me quedó mirando fijo a los ojos. «Te lo advierto —dijo—. Te voy a contar un secreto tan increíble, tan secreto… que no sé qué hacer. Para que lo entiendas, ¡ni una palabra a nadie! ¿Comprendes?».
E, inclinándose hasta casi tocarme, bañándome en el aroma de tabaco y en su propio olor acre de viejo, Martin me contó una historia verdaderamente extraordinaria.
—Sucedió —empezó Martin— poco tiempo después de que te fueras. Entró un cliente. Obviamente, no se había percatado del cartel del escaparate, porque se dirigió a mí en alemán. Y permíteme que subraye esto: si hubiera observado el cartel no habría entrado en la modesta tienda de un emigrante. Inmediatamente me di cuenta de que era ruso por su pronunciación. La cara, además, era la de un ruso. Como es natural me lancé a hablar en ruso, le pregunté qué tipo de tabaco quería, de qué precio. Me respondió con una mirada de sorpresa molesta: «¿Qué le lleva a pensar que soy ruso?». Le di una contestación amabilísima, según recuerdo, y me puse a contar sus cigarrillos. En ese momento entró Petya. Cuando vio a mi cliente dijo con la más absoluta calma: «Qué encuentro más agradable». Y entonces mi Petya se acercó hasta él y le dio un puñetazo en la cara. El otro se quedó helado. Como muy bien me explicó Petya más tarde, lo que ocurrió no fue únicamente un puñetazo de esos en que la víctima se derrumba en el suelo, sino un golpe muy especial: parece que Petya le había propinado un golpe de efecto retardado, y el hombre perdió el conocimiento sin llegar a caerse. Y parecía que se hubiera quedado dormido de pie. Y entonces, muy despacio empezó a tambalearse y a caerse despacio, de espaldas, como si fuera una torre. Y Petya se puso entonces detrás y lo recogió por las axilas en su caída. Todo fue bastante inesperado. Petya dijo: «Échame una mano, papá». Yo le pregunté si sabía lo que estaba haciendo. Petya se limitaba a repetir: «Échame una mano». Conozco muy bien a mi Petya. Con él no sirven los rodeos y también sé que tiene los pies en el suelo, que medita sus actos, y que no deja inconsciente a la gente por una nimiedad. Arrastramos al inconsciente fuera de la tienda y a través del pasillo hasta el cuarto de Petya. Y justo al llegar allí, oí un timbre. Alguien acababa de entrar en la tienda. Tuvimos suerte, desde luego, de que no hubiera ocurrido un minuto antes. Volví a la tienda, despaché la venta, y a continuación, afortunadamente, llegó mi mujer con la compra e inmediatamente la dejé en el mostrador al cuidado de la tienda, mientras que yo, sin mediar palabra, fui a todo gas hasta la habitación de Petya. Aquel hombre estaba tendido en el suelo con los ojos cerrados, mientras que Petya, sentado a su mesa, examinaba pensativamente algunos objetos, como una gran purera de piel, media docena de postales obscenas, un billetero, un pasaporte, y un revólver viejo pero aparentemente en buen uso. Y me lo explicó todo al instante: como te habrás imaginado, esos objetos procedían de los bolsillos de aquel hombre, y el hombre no era otro sino el diplomático —recordarás la historia de Petya— que hizo aquel comentario acerca de la Basura Blanca, ¡sí, sí, el mismo! Y, a juzgar por alguno de los documentos que llevaba, era de la policía política, si no me equivoco. «Bien hecho —le dije a Petya—, le has partido la cara a un tipo. No entro en que lo mereciese o no, pero, por favor, explícame qué es lo que piensas hacer ahora. Evidentemente, no has pensado para nada en tu tía de Moscú». «Sí que lo he hecho —dijo Petya—. Tenemos que pensar algo».
Y lo hicimos. Primero le atamos con una gruesa cuerda y le metimos una toalla en la boca. Mientras estábamos ocupados con él, volvió en sí y abrió un ojo. Al examinarlo de cerca, déjame decirte, aquel tipo resultó ser no sólo estúpido sino también repulsivo, con una especie de sarna en la frente y en el bigote, y una nariz bulbosa. Lo dejamos tumbado en el suelo y Petya y yo nos instalamos a su lado cómodamente y comenzamos nuestra propia encuesta judicial. Discutimos durante un buen rato. Nos preocupaba no tanto el insulto en sí —no era más que una nadería, desde luego—, sino su profesión, por llamarlo de alguna manera, y todas las actividades que había llevado a cabo en Rusia. Al acusado se le concedió la última palabra. Cuando liberamos su boca quitándole la toalla, dio una especie de gemido, tuvo unas náuseas, pero no dijo nada salvo: «Ya veréis, esperad y veréis…». Volvimos a liarle la toalla, y la sesión continuó. Al principio los votos estaban divididos. Petya pedía la pena de muerte. Yo pensaba que merecía la muerte, pero propuse conmutar la pena por la de prisión perpetua. Petya lo meditó y accedió. Yo añadí que, aunque ciertamente había cometido una serie de crímenes, no teníamos medio de probarlos; que su profesión en sí misma constituía un crimen; que nuestro deber se limitaba a asegurar que de ahora en adelante fuera inofensivo, nada más. Y ahora escucha el resto.
Tenemos un baño al final del pasillo. Un cuarto pequeño y oscuro, muy oscuro, con una bañera de hierro esmaltado. El agua se pone en huelga con cierta frecuencia. De vez en cuando aparece una cucaracha. El cuarto es tan oscuro porque la ventana es muy estrecha y está colocada justo debajo del techo, y además, precisamente enfrente de la ventana, a unos tres pies más o menos, hay un sólido muro de ladrillo. Y fue precisamente en aquel agujero donde decidimos meter al prisionero. Fue idea de Petya, sí, sí, de Petya, hay que dar al César lo que es del César. En primer lugar, como es natural, había que preparar la celda. Empezamos arrastrando al prisionero hasta el pasillo para tenerlo vigilado mientras trabajábamos. Y, en ese momento, mi mujer, que acababa de cerrar la tienda porque ya era de noche y se dirigía a la cocina, nos vio. Se quedó estupefacta, indignada incluso, pero luego entendió nuestras razones. Buena chica. Petya empezó por desmembrar una mesa muy sólida que teníamos en la cocina, le rompió las patas y la tabla resultante la clavó en la ventana del baño, tapando el vano por completo. Luego desatornilló los grifos, quitó el calentador cilíndrico de agua, y colocó un colchón en el suelo del baño. Ni que decir tiene que al día siguiente añadimos toda suerte de mejoras: cambiamos la cerradura, instalamos un cerrojo de seguridad, reforzamos la tabla de la madera con metal, y todo ello, desde luego, sin hacer demasiado ruido. Como sabes, no tenemos vecinos, pero, con todo, era menester actuar con prudencia. El resultado fue una auténtica celda de cárcel, y allí metimos al tipo de la policía política. Desatamos la cuerda, le quitamos la toalla, le advertimos de que si empezaba a gritar, volveríamos a atarle y a amordazarle, y por mucho tiempo; y entonces, satisfechos de que hubiera entendido para quién era el colchón que estaba colocado en la bañera, cerramos la puerta con llave, y, por turnos, hicimos guardia toda la noche.
Ese momento marcó el principio de una nueva vida para nosotros. Yo ya no era simplemente Martin Martinich, sino Martin Martinich, director de prisiones. Al principio, el preso estaba tan extrañado de lo que había ocurrido que su comportamiento era sumiso. Pronto, sin embargo, volvió a su estado normal, y cuando le llevábamos la comida, se entregaba a un huracán de palabras soeces. No puedo repetir las obscenidades de ese hombre; me limitaré a decir que puso a mi pobre difunta madre en las más increíbles situaciones. Yo estaba decidido a dejarle bien clara la naturaleza de su estatus legal. Le expliqué que permanecería en prisión hasta el final de sus días; que si yo moría primero, lo dejaría en herencia a Petya; y que, a su vez, mi hijo, lo transmitiría, como parte de su patrimonio, a mi futuro nieto y así en adelante, convirtiéndolo en una especie de tradición familiar. Una joya de familia. Mencioné de pasada que, en la improbable eventualidad de que tuviéramos que mudarnos a otro piso distinto en Berlín, él sería atado, colocado en un baúl especial, y transportado con nosotros y nuestra mudanza con toda naturalidad. Y seguí explicándole que sólo conseguiría la amnistía si se daba una única condición. A saber, que sería liberado el día que explotara la burbuja bolchevique. Finalmente le prometí que le alimentaríamos bien, mucho mejor que cuando, en mis tiempos, me vi encerrado por la Cheka, y que, como privilegio especial, recibiría libros. Y, en verdad, que éste es el día en que todavía estamos esperando que se queje de la comida. Es verdad que, al principio, Petya sugirió que le diéramos cucarachas secas, pero, por mucho que buscamos, ese pez soviético era inexistente en Berlín. Nos vimos obligados a servirle comida burguesa. A las ocho en punto de la mañana Petya y yo entramos y dejamos junto a su bañera un plato de sopa caliente con carne y una hogaza de pan gris. Al mismo tiempo retiramos el orinal, un aparato de lo más inteligente que adquirimos sólo para él. A las tres recibe una taza de té, a las siete más sopa. El sistema alimenticio está copiado del que utilizan en las mejores cárceles europeas.
Los libros constituyeron más problema. Tuvimos conciliábulo familiar y para empezar seleccionamos tres títulos, Prince Serebryanïy, las Fábulas de Krilov y La vuelta al mundo en ochenta días. Nos anunció que no estaba dispuesto a leer semejantes panfletos del «Ejército Blanco», pero le dejamos los libros, y todo nos hace pensar que los ha leído con placer.
Tenía un humor cambiante. Los primeros días estuvo bastante tranquilo. Era evidente que estaba preparando algo. Quizá pensó que la policía iba a empezar a buscarle. Comprobamos los periódicos, pero no decían ni una sola palabra del desaparecido agente de la Cheka. Con toda probabilidad, los otros diplomáticos habían decidido que el hombre había desertado, sencillamente, y habían preferido enterrar el asunto. A este período de contemplación corresponde un intento de escapada o, al menos, de comunicarse con el mundo exterior. Se esforzaba por caminar en la celda, probablemente se encaramó a la ventana tratando de abrir las lajas de madera, asimismo probó a hacerse oír con todo tipo de golpes, pero le amenazamos y los golpes cesaron. Y en una ocasión, en que Petya estaba solo con él, le atacó. Petya lo agarró con un dulce abrazo de oso y lo volvió a sentar en la bañera. Después de este suceso pasó por otra fase, se volvió muy dócil, incluso llegó a contar algún chiste alguna vez, y finalmente, intentó comprarnos. Cuando vio que esto tampoco funcionaba, empezó a quejarse, y luego volvió de nuevo a despotricar con todo tipo de juramentos peores que los anteriores. En estos momentos atraviesa una fase de sumisión taciturna, que, me temo, no presagia nada bueno.
Lo sacamos a pasear por el pasillo todos los días, y dos veces por semana le dejamos tomar el aire junto a una ventana abierta; como es natural, tomamos todas las precauciones necesarias para impedir que se ponga a gritar. Los sábados toma un baño. Nosotros nos tenemos que lavar en la cocina. Los domingos le doy unas pequeñas charlas y le dejo fumar tres cigarrillos, en mi presencia, desde luego. ¿Y sobre qué versan estas charlas? Hay de todo. Sobre Pushkin, por ejemplo, o sobre la antigua Grecia. Sólo está prohibido un tema: la política. Está privado de todo aquello que suene a política. Como si la política no existiera sobre la faz de la tierra. ¿Y sabes una cosa? Desde que tengo en prisión a un agente soviético, desde que he hecho un acto de servicio a la Madre Patria, soy, sencillamente, un hombre diferente. Libre, desenvuelto y feliz. Y los negocios han mejorado, así que tampoco tengo demasiados problemas para mantenerlo. Me cuesta veinte marcos al mes, contando la factura de la electricidad: ese agujero está completamente a oscuras, así que desde las ocho de la mañana a las ocho de la tarde tiene una bombilla de pocos vatios encendida.
Y me preguntarás, ¿de dónde sale un individuo así, cuál es su entorno? Bueno, cómo te diría yo… Tiene veinte años, es un campesino, con toda probabilidad ni siquiera acabó sus años de escuela, es lo que se denomina un «comunista honesto», sólo ha estudiado, por así decir, el catecismo político, ese que convierte a los tarugos en alcornoques, como decimos tú y yo, eso es todo lo que sé. Si quieres te lo enseño, pero acuérdate, ¡ni una palabra!
Martin salió al pasillo. Petya y yo le seguimos. El viejo en su chaqueta cómoda de estar por casa parecía un funcionario de prisiones de verdad. Sacó las llaves y había un cierto aire profesional en su modo de insertarlas en la cerradura. La cerradura crujió dos veces, y Martin abrió la puerta de un golpe. Lejos de ser un agujero oscuro y mal iluminado, era un baño espacioso, espléndido, del tipo que se encuentra en las cómodas pensiones alemanas. La luz eléctrica, brillante pero, sin embargo, agradable, lucía tras una pantalla alegre y llena de adornos. Un espejo brillaba a la izquierda. En la mesilla junto a la bañera había unos cuantos libros, una naranja pelada en un plato lustroso, y una botella de cerveza sin abrir. En la bañera blanca, en un colchón cubierto con una sábana limpia, con una gran almohada detrás de la cabeza, se tumbaba un tipo bien alimentado, con los ojos bien vivos, una barba bastante larga, con una bata (un regalo del amo) y en zapatillas cómodas y suaves.
—Bueno, ¿qué me dices ahora?—me preguntó Martin.
La escena me pareció cómica y no supe qué contestar.
—Ahí es donde solía estar la ventana —me indicó Martin con el dedo.
Efectivamente, la ventana estaba condenada y perfectamente tapiada con maderas.
El prisionero bostezó y se volvió hacia la pared. Nosotros salimos. Martin acarició la cerradura con una sonrisa.
—Pocas probabilidades tiene de escaparse —dijo, y añadió a continuación—: Tengo curiosidad por saber, sin embargo, cuántos años va a tener que pasar ahí encerrado…


Feliz navidad, no os gastéis todo el dinero en libros como su servidora. Por favor.
Traducción de María Lozano.

martes, 12 de diciembre de 2017

Las alucinaciones (¿serán?) fantasmagóricas de una institutriz perdida entre los brazos de dos niños: una reseña de "Otra Vuelta de Tuerca" de Henry James.

Franz Francken el Joven

¡Vaya, vaya! Éste libro tiene caña. Muchísima caña. No sé ni por dónde empezar. Vamos a ver, queridos lectores, me tendréis que perdonar porque esta "reseña" será terriblemente enredada y muy subjetiva. Daré inicio a éste post con la máxima pregunta a los lectores que han leído Otra Vuelta de Tuerca, o Una vuelta de Tuerca o simplemente La vuelta de tuerca (que al parecer no se ponían de acuerdo de cómo demonios traducir "The Turn of the Screw" y cada quién le puso como se le salió de la hostia): ¿Te gustó el libro? Sí, sí me gustó, bastante, es más. Ahora, si se lo recomendaría a todo el mundo... eh, puede variar. Depende de lo que el sujeto busque o se le apetezca leer.
Pedazo de payaso que es Henry James, jó. Vamos, que el tío me cae bien, que es lo peor de todo. Hasta un retratito estilo art-nouveau le hice y todo. Pero eso no quita que James sea un palizas. Definitivamente no es un escritor que deba leerlo todo el mundo, a mucha gente le da dolores de cabeza su estilo y su redacción tan repetitiva y pretenciosa. Me acerqué a este libro de la manera más irónica del mundo: mi eme me lo recomendó repetidas veces, contándome la premisa con muchísima ilusión, para así terminar llenándome de expectativas hacia este librito. Leí algunas reseñas en internet, ya que sabía que a no mucha gente le agradaba. ¿Mamá, se te hace pedante el estilo de Henry James? Me contestó que se le parecía un poco arrogante, sobre todo en Washington Square (que no le gustó, já), más no le afectaba en la velocidad y comprensión de su lectura. Leí La vuelta de Tuerca. Satisfizo mis expectativas. Cuando la terminé. mi má comenzó a hacerme preguntas extrañísimas sobre la novela. Bueno, para no hacerles más larga esta bobada, resultó que mi mamá nunca leyó el libro, sólo se guió por las diversas adaptaciones del cine. ¿Porqué me recomendó mi mamá un libro que ni había leído pero fingió que sí, sólo para que yo lo leyese? No lo sé, ella es extraña. El libro lo saqué de la biblioteca, fijándome que la edición estuviese traducida por Sergio Pitol (otra peculiar recomendación de mi madre, que ni sé cómo sabía que Pitol había hecho una buena traducción). Bueno, pues la traducción resultó tener muy buena pinta y me gustó.

"Pasé con ella el día, fuera de casa; me comprometí, para su enorme satisfacción, a que fuera ella, solamente ella, quien me mostrara el lugar. Me mostró la casa escalón por escalón y cuarto por cuarto, secreto por secreto, sosteniendo una deliciosa conversación infantil al respecto y con el resultado de que en media hora nos habíamos convertido en grandes amigas. A pesar de sus pocos años, durante el paseo me asombró por la seguridad y el valor con que se deslizaba por las habitaciones vacías y los oscuros corredores, las escaleras crujientes, que me hacían detener con temor, y al hacerme trepar hasta la cima de una vieja torre cuadrada que me produjo vértigo. Me impresionó también su disposición a contarme muchas más cosas de las que le preguntaba, mientras me conducía de un lado a otro."

Otra Vuelta de Tuerca.
Otra vuelta de tuerca es una novela cortita, historia de fantasmas. En Otra vuelta de tuerca se nos cuenta la historia de una institutriz, cuando ésta comienza a trabajar cuidando a un par de hermanos -niño y niña respectivamente-, que cuentan con una notoria educación y deslumbran con su encanto, en una mansión campestre. Parece el trabajo perfecto para esta institutriz, hasta que un día hace aparición un hombre misterioso, vestido de sirviente, el cual posteriormente la institutriz se entera que está muerto. La historia está en primera persona, narrada por la mismísima institutriz, lo cual es lo que hace interesante a esta pequeña novela: si, lo contado por la joven es verídico; si existen los fantasmas, o si todas las apariciones son producto de su mente perturbada.
Como este post lo quiero hacer libre de spoilers, no contaré nada más allá de lo redactado anteriormente, que básicamente es la premisa que pueden leer en todos lados, já.

¿Porqué me gustó esta novela?
Tenía altas expectativas, más iba preparada (gracias a leer tantos posts y reseñas) de que la pluma de James me agobiase. Por fortuna no fue así. Me agradó su forma de escribir. No es la mejor, ni la más accesible, pero está bien.
Esta historia, extrañamente, me ha hecho tener muchísimas ganas de leer literatura de terror. Sí. Os estoy hablando de Otra Vuelta de Tuerca aún. Eh, no me matéis. A pesar de no ser una novela de terror con todas las de la ley, sí te puede proyectar una que otra imagen curiosilla. También vino a juego el hecho que mi imaginación usualmente va más allá de lo redactado en los libros. ¿Cómo va eso? se preguntarán. Me gusta adornar más los escenarios imaginados de mis lecturas, y más aún cuando se trata de novelas fantasiosas. En este caso, exageré tremendamente (antes de que se diera una descripción de la apariencia de Quint desde cerca) la escena cuando Quint hace aparición enfrente de la ventana, ya que me lo imaginé algo así, sólo que con un poco más de carne en el rostro -aún tenía nariz- y, como la descripción posteriormente señala, era pelirrojo.
Realmente no sé si recomendaría esta novela a todo el mundo, pero qué va, a mí me gustó y me ayudó a superar el pequeño bloqueo lector por el que estaba pasando.
Disfrutad de los fantasmas que os acechan por sus casas.

"El cielo no perdió su color de oro, ni el aire su transparencia, y el hombre que me miraba por encima de las almenas era tan definido como un cuadro en un marco. Pensé con extraordinaria rapidez en cada una de las personas que hubiera podido ser y que no era. A través de la distancia, nos miramos el tiempo suficiente para que yo me preguntara con intensidad quién podía ser, y sentir, como resultado de mi incapacidad para responder a la pregunta, un asombro que en unos cuantos segundos fue todavía más intenso."

domingo, 10 de diciembre de 2017

El mundo dentro y fuera de Pndapetzim: las criaturillas de las Crónicas de Núremberg y de Baudolino


A mis queridos y escasos lectores, les vengo a confesar que gran parte de tiempo me siento culpable, culpable de atosigar a mis familiares con tópicos gilipollas y cosillas que me hacen ilusión. Tío, no digo que no me hagan caso o se molesten con mis obsesiones, pero aveces creo comienzan a dormitar mientras a mí me entra la euforia al platicarles alguno de mis vicios literarios o de historia . Así que aquí me desahogaré de una pequeña obsesión que me persigue desde hace meses... Baudolino y las Crónicas de Nuremberg. Así que serán ahora ustedes quienes serán atosigados por esta supuesta nínfula (sí, me sigo auto-nombrando así). Será un post bastante lerdo, ya que sólo nombraré a una que otra criaturilla de las Crónicas, sin mucha aportación de mi cosecha u opinión propia. Vamos, muy a lo Wikipedia, eh. Allá vamos.


Esciápodos: Éstas criaturas que literalmente su nombre significa "sombra-pie" poseían sólo una extremidad inferior, su rodilla no contaba con articulaciones, era rígida, y solían tener un pie enorme. Sus genitales se encontraban detrás de dicha pierna. Su famosísima costumbre consistía en echarse de espaldas al suelo y alzar su único pie para que éste les sirviese como sombrilla. Los esciápodos poseían una increíble velocidad al transportarse con su única pierna.


Blemias: Criaturas acéfalas, las blemias tenían los ojos cerca de los hombros, y la nariz y boca en el centro del pecho. Se dice que el mito de estas criaturas proviene del pueblo de los blemios, un grupo de guerreros nómadas de quienes se creía que no poseían cabeza, ya que empleaban unos escudos tan grandes, que sólo permitían ver sus miembros.



Cinocéfalos: de nombre que significa "Cabeza de perro". Éste ser se aplica a múltiples seres mitológicos basados en seres reales.
Richard Blythe, autor de Bestias Fabulosas, menciona que probablemente los primeros exploradores que aclamaban haber vislumbrado hombres con cabeza canina en los bosques, habían realmente visto al lemur "Indri indri"


Gigantes o cíclopes: Con la altura de entre dos o tres metros, éstos seres sólo poseen un gran ojo en el centro de la frente. Seres estéticamente descuidados y andrajosos, se dedicaban principalmente a la ganadería.




Panocios o Panotti: El nombre de estas criaturas literalemente significa "todo orejas". Son casi hombre normales, a excepción de las notables orejas gigantes, con las cuales las mujeres se cubrían los pechos y el sexo.
También se les intentó usar como fuerza aérea... no, no es cierto. Ésto último ha sido un chiste lerdo para quienes han leído Baudolino.

Terrígenos: Los "nacidos de la tierra" fueron una tribu de hombres que poseían seis extremidades superiores.










Maclias: Los maclias eran una tribu de seres hermafroditas, donde tenían medio cuerpo de mujer y medio cuerpo de hombre, con rostro andrógino. Su nombre significa "lascivos" o "lujuriosos".
Copulaban entre sí cambiando alternativamente una u otra naturaleza. Aristóteles añade que tienen la mama derecha de hombre y la izquierda de mujer. 

Hipópodes o Hipopos: nombre que significaba "pies de caballo", era una tribu de hombres -como su nombre menciona- con pies de caballo.








Górgades: Tribu caracterizada por que las mujeres estaban completamente cubiertas de vello y los hombres eran velocísimos. Habitaban en unas islas de la África Occidental.








Los abarimon: Seres silvestres e incivilizados, los abarimon eran nativos de un país con el mismo nombre, en el Monte Himalaya. Éstos seres se supone tenían los pies al revés, lo cual, en lugar de complicarles el desplazarse de un lado a otro, los albarimon tenían la habilidad de correr increíblemente rápido.





Los pigmeos: individuos de estatura escasa y piel muy obscura, los pigmeos vestían con un taparrabos de paja y sostenían un arco. Siempre estaban de guerra con las grullas.








Os puedo decir que Baudolino ha sido mi libro preferido de este 2017, y supongo mi favorito de la vida. Baudolino y quienes le acompañaron en sus aventuras trascenderán en mí eternamente. Decidí no redactar una reseña, pues leí el libro hace medio año y muchas cosas se han borrado de mi memoria, así como creo no le haría justicia a esta novela con mis palabras tan procaces y mi vocabulario tan escaso. Pero eternamente les recomendaría este libro, esta historia. Es lo más mágico que he leído. Y pregúntense: ¿Existe el vacío? ¿Existe el Santo Grial? ¿Existe Gavagai?

Fuentes:
http://pepeventepamadriz.blogspot.mx/2007/10/las-bestias-de-baudolino.html
http://grimoriodebestias.blogspot.mx/search?q=nuremberg