Florence Harison
«No sé cómo llegué, a través de una oscura lluvia, hasta el extraño escaparate que se me apareció en medio de la noche. Ignoro la ciudad y el año: Recuerdo solamente que la estación era lluviosa, muy lluviosa.
Es cierto que en esa misma época los hombres hallaron por las calles a niños vagabundos que no querían crecer. Niñitas de siete años imploraban de rodillas que su edad permaneciera inmóvil, y la pubertad ya parecía mortal. Bajo el cielo lívido hubo procesiones blanquecinas durante las cuales pequeñas sombras que apenas sabían hablar, exhortaban a los seres pueriles. No deseaban nada más que una ignorancia perpetua. Anhelaban dedicarse a juegos eternos. Desesperaban del trabajo de la vida. Para ellos, todo no era sino pasado.
En esos días sombríos, en esa estación lluviosa, muy lluviosa, percibí las luces humeantes de la pequeña vendedora de lámparas.
Me aproximé al colgadizo y la lluvia me corrió por la nuca mientras inclinaba la cabeza. Le dije:
—¿Qué ofrece usted, pequeña vendedora, en esta triste estación de lluvias?
—Lámparas
—me respondió
—, solamente lámparas encendidas.
—En realidad
—le dije
—, ¿qué son esas lámparas encendidas, del tamaño del dedo meñique, que arden con luz tan menuda como una cabeza de alfiler?
—Son
—dijo
—, las lámparas de esta estación tenebrosa. Antes fueron lámparas de muñecas. Pero los niños no quieren seguir creciendo. Por eso les vendo estas lamparitas que apenas alumbran la lluvia oscura.
—¿Y vive usted así, pequeña vendedora vestida de negro? ¿Y come usted con el dinero que pagan los niños por sus lámparas?
—Sí
—respondió ella simplemente
—. Pero gano muy poco. Pues la lluvia malvada apaga a menudo mis lamparitas en el preciso momento en que las entrego. Y cuando se apagan, los niños ya no las quieren. Nadie puede volver a encenderlas. No me quedan más que éstas. Sé bien que no podré encontrar otras. Cuando estén vendidas, nos quedaremos en la oscuridad de la lluvia.
—Es, pues, la única luz
—proseguí
— de esta lúgubre estación. ¿Y cómo se puede alumbrar las mojadas tinieblas con lámparas tan pequeñas?
—La lluvia las apaga a menudo
—repitió ella
—; y en los campos o en las calles no pueden servir ya. Pero hay que encerrarse. Los niños protegen mis lamparitas con sus manos y se encierran. Se encierran cada uno con su lámpara y un espejo; y les basta para ver su imagen en el espejo.
Observé durante unos instantes las pobres llamas temblorosas.
—¡Ay, pequeña vendedora!, es una luz triste y las imágenes de los espejos deben ser tristes imágenes.
—No son tan tristes
—dijo la niña vestida de negro, sacudiendo la cabeza
—. No lo son tanto mientras no se agranden. Pero las lamparitas que vendo no son eternas. Su llama decrece, como si la lluvia oscura las afligiera. Y cuando mis lamparitas se extinguen, los niños ya no ven el brillo del espejo y se desesperan. Pues temen no advertir el instante en que van a crecer. Por eso huyen gimiendo en medio de la noche. Pero no me está permitido vender más de una lámpara a cada niño. Si intentan comprar otra, se extingue en sus propias manos.
Me incliné un poco más hacia la pequeña vendedora y quise tomar una de sus lámparas.
—¡Oh, no hay que tocar!
—exclamó
—. Usted ha pasado la edad en que mis lámparas arden. No están hechas sino para muñecas o niños. ¿No tiene usted en su casa una lámpara para personas grandes?
—¡Ay!
—exclamé
—. En esta estación lluviosa y oscura, en este lúgubre tiempo ignorado, las únicas lámparas que arden son sus lámparas infantiles. También yo desearía contemplar todavía una vez más el resplandor del espejo.
—Venga
—dijo
—, miraremos juntos.
Por una pequeña escalera carcomida me condujo hasta una modesta habitación de madera en la que había un trozo de espejo sobre la pared.
—¡Shh! —murmuró
—. Yo le mostraré. Pues mi lámpara es más clara y poderosa que las otras; y yo no soy demasiado pobre entre estas lluviosas tinieblas.
Levantó su lamparita hacia el espejo.
Entonces hubo un reflejo pálido en el que vi desfilar historias conocidas. Pero la lamparita mentía, mentía, mentía. Vi alzarse la pluma sobre los labios de Cornelia, que sonreía y se curaba; vivía con su viejo padre en una gran jaula, como un pájaro, y besaba su barba blanca. Contemplé a Ofelia jugar sobre el agua vidriosa del estanque y rodear el cuello de Hamlet con sus húmedos brazos enguirnaldados de violetas. Vi a Desdémona despierta, errando bajo los sauces. Vi a la princesa Malena apartar sus dos manos de los ojos del anciano rey, y reír y danzar. Vi a Melisanda, liberada, mirándose en la fuente.
Y exclamé:
—Lamparita embustera...
—¡Shhh!
—dijo la pequeña vendedora de lámparas, poniéndome un dedo sobre los labios
—. No hay que decir nada. ¿La lluvia no es acaso bastante oscura?
Entonces bajé la cabeza y me encaminé hacia la noche lluviosa de la ciudad desconocida.
»
Marcel Schwob, "El libro de Monelle"
Muchas gracias a Luna Miguel por recomendar este libro a sus lectores, es la hostia.